De Roberto Robaina para a militância do PSOL
De Roberto Robaina para a militância do PSOL

| Blog da Luciana

Este texto é do Slavoj Zizek, editado numa revista dos EUA chamada New Left Review. Quem me passou foi o nosso presidente do PSOL/RS e meu candidato a deputado estadual, Roberto Robaina. Diz ele: “É daqueles textos que jogam luz na militância revolucionária e nos tiram das muitas vezes miseráveis disputas do cotidiano.” Está em espanhol, mas é perfeitamente compreensível.Vejam que beleza de texto:

En su maravilloso texto breve titulado «Notas de un publicista» –escrito en
febrero de 1922, cuando los bolcheviques, tras ganar la Guerra Civil contra
todas las probabilidades, tuvieron que retirarse a la Nueva Política Económica,
concediendo un espacio mucho mayor a la economía de mercado
y a la propiedad privada– Lenin usa la analogía de un montañero que
debe retroceder en su primer intento de alcanzar una nueva cumbre para
describir lo que significa la retirada en un proceso revolucionario, y cómo
puede hacerse sin traicionar la causa de manera oportunista:

Imaginemos que un hombre asciende a una montaña muy alta, abrupta y aún
no explorada. Supongamos que ha superado increíbles dificultades y peligros
y ha logrado alcanzar un punto mucho más alto que quienes lo precedieron,
pero sin llegar todavía a la cumbre. Se encuentra en una situación donde no
solamente es difícil y peligroso avanzar en la dirección y a lo largo del camino
elegido, sino francamente imposible.

1

En estas circunstancias, escribe Lenin:

Debe volver atrás, descender, buscar otros caminos, tal vez más largos, pero que,
sin embargo, le permitirán llegar a la cumbre. El descenso desde la cima jamás
alcanzada por nadie resulta para nuestro imaginario caminante más difícil y peligroso
quizá que la ascensión; es más fácil dar un traspié, no es tan fácil ver
dónde pisar, no se siente el singular entusiasmo tan habitual de las ascensiones
directas hacia la meta, etc. Es precio ajustarse la cuerda a la cintura, perder
horas enteras para hacer con la piqueta un escalón o un saliente al cual se
pueda atar fuertemente la cuerda; hay que moverse con la lentitud de una tortuga:

hacia atrás, hacia abajo, alejarse de la meta, sin saber todavía si terminará
ese peligrosísimo y penoso descenso, si encontrará algún rodeo seguro por
donde puede volver a subir más resuelto, más rápido y más derecho hacia la
cumbre

1 –
V. I. Lenin, «Notas de un publicista», publicado póstumamente en Pravda,
el 16 de abril de 1924; Obras completas, tomo 44, Moscú, 1987, pp. 433-442.

ARTÍCULOS

CÓMO EMPEZAR POR EL PRINCIPIO

SLAVOJ ZIZEK

ARTÍCULOS

Sería perfectamente natural que un escalador que se encontrase en dicha
situación tuviera «instantes de desaliento». Con toda probabilidad, estos momentos
serían más numerosos y difíciles de soportar si oyese las voces de
los de abajo, que «desde un lugar lejano y seguro, observan con un catalejo
el peligroso descenso»; «Las voces que se emiten desde abajo son malévolas.

Unas se alegran abiertamente; gritan, se refocilan: ¡Ya se cae, y lo tiene
bien merecido, por loco!». Otros intentan ocultar su maliciosa alegría, comportándose
«más como Judasito Golovliov», el notoriamente hipócrita terrateniente
de la novela de Saltikov Shchedrin,
La familia Golovliov:

Se afligen y alzan la mirada al cielo, como diciendo: ¡Por desgracia, nuestros
temores se confirman! ¿Acaso no fuimos nosotros quienes pasamos toda la
vida preparando un plan sensato para escalar esa montaña, quienes exigíamos
que se aplazara la ascensión hasta que nuestro plan estuviera acabado? ¡Y si
protestábamos tan apasionadamente contra ese camino que el propio loco abandona
ahora (¡mirad, mirad, retrocede, baja, se prepara horas enteras para poder dar
un solo paso, y antes nos insultaba con las peores palabras cuando exigíamos
porfiados moderación y prudencia!), y si censurábamos con tanto acaloramiento
a este loco y aconsejábamos a todos que no lo imitaran ni le ayudaran, fue sólo
movidos por nuestra devoción al grandioso plan de escalar esa montaña, para
no desacreditar, en general, ese grandioso plan!

Por suerte, continúa Lenin, nuestro viajero imaginario no oye las voces de
estos que son «auténticos amigos» de la idea de la ascensión; si lo hiciera,
«tal vez sintiera náuseas. Y las náuseas, según dicen, no contribuyen a mantener
clara la mente ni firmes las piernas, sobre todo a alturas muy elevadas».

Por supuesto, un ejemplo no prueba nada: «toda comparación cojea». Lenin
detalla a continuación la verdadera situación a la que se enfrenta la
joven República soviética:

El proletariado de Rusia se ha elevado en su revolución a una altura gigantesca,
y no sólo en comparación con los años de 1789 y 1793, sino también con
el de 1871. Hay que darse cuenta, de la manera más serena, clara y palmaria,
de qué es precisamente lo que «hemos hecho hasta el fin» y lo que no hemos
hecho hasta el fin: entonces tendremos la cabeza despejada, no sentiremos náuseas
ni nos haremos ilusiones, ni caeremos en el abatimiento.

Tras enumerar los logros del Estado soviético en 1922, Lenin explica lo
que no se ha hecho:

Mas no hemos colocado del todo siquiera los cimientos de la economía socialista.
Eso aún nos lo pueden quitar las fuerzas hostiles del capitalismo agonizante.

Debe tenerse clara conciencia de esto y reconocerse abiertamente, pues
no hay nada más peligroso que las ilusiones (y el vértigo, sobre todo a grandes
alturas). Y no tiene absolutamente nada de «horrendo», nada que dé motivo
justificado para el menor abatimiento, reconocer esa amarga verdad, pues
siempre hemos predicado y repetido la verdad elemental del marxismo de que
para la victoria del socialismo hacen falta los esfuerzos conjuntos de los obreros
de varios países adelantados. Seguimos estando solos, y hemos hecho increíblemente
mucho en un país atrasado, en un país más arruinado que otros.

Más que eso, señala Lenin, «hemos conservado el “ejército” de las fuerzas revolucionarias
del proletariado, hemos conservado su “capacidad de maniobra”,
hemos conservado la claridad de pensamiento, que nos permite calcular
serenamente dónde, cuándo y cuánto debemos retroceder (para saltar con
más ímpetu); dónde, cuándo y cómo precisamente tenemos que ponernos
a rehacer lo que aún no está hecho hasta el fin». Y concluye:

Habría que tener seguramente por perecidos a los comunistas que imaginasen
que se podría terminar sin errores, sin retrocesos, sin rehacer multitud de veces
lo que no se ha hecho hasta el fin y lo que se ha hecho mal, la «empresa
» histórica universal de acabar de colocar los cimientos de la economía socialista
(sobre todo en un país de pequeños campesinos). No han perecido (y
lo más seguro es que no perezcan) los comunistas que no se permiten hacerse
ilusiones, que no caen en el abatimiento, conservando la fuerza y agilidad
del organismo para volver a abordar desde el principio la dificilísima tarea.

Fracasa mejor

Éste es Lenin en su mejor faceta beckettiana, previendo la línea «Prueba
otra vez. Vuelve a fracasar. Fracasa mejor»

2.

Su conclusión –empezar desde
el principio– deja claro que no habla meramente de ralentizar y fortificar
lo que ya se ha alcanzado, sino de descender nuevamente al punto
de partida: uno debería empezar
desde el principio,
no desde el lugar que
logró alcanzar en el esfuerzo anterior. En términos de Kierkegaard, un
proceso revolucionario no es un progreso gradual sino un movimiento repetitivo,
un movimiento de repetir el comienzo, una y otra vez.

Georg Lukács termina su obra maestra premarxista,
Teoría de la novela,
con la famosa frase: «El camino ha terminado, el viaje comienza». Es lo
que ocurre en el momento de la derrota: el camino de una experiencia
revolucionaria determinada se ha acabado, pero el verdadero viaje, el trabajo
de volver a empezar, está sólo en el comienzo. Esta voluntad de retirarse,
sin embargo, no implica en modo alguno una apertura no dogmática
a otros, un reconocimiento ante los competidores políticos de que
«estábamos equivocados, vosotros teníais razón en vuestras advertencias,
ahora unamos fuerzas». Por el contrario, Lenin insiste en que ésos son los
momentos en los que hace falta más disciplina. Dirigiéndose a los bolcheviques
en el Undécimo Congreso del Partido unos meses después, en abril
de 1922, sostenía:

2.Samuel Beckett, «Worstward Ho», Nohow On,
Londres, 1992, p. 101.

Si todo un ejército (hablo en sentido figurado) se repliega, no puede tener la
moral que hay cuando todos avanzan. Entonces se puede encontrar a cada
paso una moral baja hasta cierto grado […] Y ello entraña un peligro inmenso,
pues cuesta un trabajo terrible replegarse después de un gran avance victorioso;
entonces cambian por completo las relaciones; cuando se avanza aunque no
sea firme la disciplina, todos avanzan con ímpetu y se precipitan adelante por
propio impulso; en cambio, en el repliegue, la disciplina debe ser más consciente
y es cien veces más necesaria, porque cuando todo un ejército retrocede, no
ve con claridad dónde debe detenerse, ve solamente el retroceso, y bastan en
ocasiones varias voces de pánico para que todos pongan pies en polvorosa. En
este caso, el peligro es enorme. Cuando se emprende un retroceso como éste
en un verdadero ejército, se emplazan ametralladoras, y cuando el retroceso ordenado
se convierte en desordenado, se manda abrir fuego. Y bien hecho.

Las consecuencias de esta actitud estaban muy claras para Lenin. En respuesta
a «los sermones» sobre la NPE predicados por mencheviques y socialistas
revolucionarios –«La revolución ha ido muy lejos. Nosotros hemos
dicho siempre lo que tú dices ahora. Permítenos repetirlo una vez más»–
él manifiesta ante el Undécimo Congreso del Partido:

Y nosotros respondemos a eso: «Permitidnos por esto llevaros al paredón. O
hacéis el favor de absteneros de expresar vuestros puntos de vista, o si queréis
manifestar vuestras opiniones políticas en la situación actual, cuando nos
encontramos en condiciones mucho más difíciles que bajo una invasión directa
de los blancos, entonces, perdonadnos, os trataremos como a los peores y
más peligrosos elementos de los guardias blancos»

3.

Este «terror rojo» debería distinguirse, no obstante, del «totalitarismo» estalinista.

En sus memorias, Sándor Márai proporcionaba una definición precisa
de la diferencia

4.

Hasta en las fases más violentas de la dictadura leninista,
cuando los que se oponían a la revolución fueron brutalmente privados
de su derecho a la libertad (pública) de expresión, nunca se les privó de
su derecho al silencio:
se les permitió retirarse a un exilio interior. Un episodio
del otoño de 1922 cuando, por instigación de Lenin, los bolcheviques
estaban organizando el infame «barco de los filósofos», es indicativo a este
respecto. Cuando descubrió que un viejo historiador menchevique incluido
en la lista de los intelectuales que debían expulsarse se había retirado
a la vida privada en espera de la muerte debido a una grave enfermedad,
Lenin no solo lo quitó de la lista, sino que ordenó que le dieran cupones
de alimentos adicionales. Una vez retirado el enemigo de la lucha política,
la animosidad de Lenin desaparecía.

Para el estalinismo, sin embargo, hasta ese silencio resonaba demasiado.

No solo se les exigía a las masas que mostrasen su apoyo asistiendo a gran-

44

ARTÍCULOS

3

V. I. Lenin, «Informe político del Comité Central del PC(b) de Rusia», Obras completas,
cit., vol. 45, pp. 95-97.

4

Sándor Márai, Memoir of Hungary, 1944-1948,
Budapest, 1996.

45

ARTÍCULOS

des mítines públicos, sino que artistas y científicos tenían también que comprometerse
participando en medidas activas tales como firmar proclamas
oficiales, o manifestar su apoyo a Stalin y al marxismo oficial. Si, en la dictadura
leninista uno podía ser fusilado por lo que había dicho, en el estalinismo
uno podía ser fusilado por lo que no había dicho. Esto se siguió hasta
el fin: el propio suicidio, la retirada suprema al silencio, era condenado
por Stalin como el último y más elevado acto de traición contra el partido.

Esta distinción entre el leninismo y el estalinismo refleja la actitud general
de ambos hacia la sociedad: para el primero, la sociedad es un campo
de lucha despiadada por el poder, una lucha que se admite abiertamente;
para el segundo, el conflicto, a veces casi imperceptible, se redefine como
el de una sociedad sana contra lo que se excluye de ella: bichos, insectos,
traidores que son menos que humanos.

¿Una separación de poderes soviética?

¿Era necesario el paso de Lenin a Stalin? La respuesta hegeliana evocaría
la necesidad retroactiva: una vez ocurrido este paso, en cuanto ganó Stalin,
era necesario. La tarea de un historiador dialéctico es concebirlo «en el
devenir», sacando a la luz toda la contingencia de una lucha que podría
haber acabado de otro modo, como Moshe Lewin intenta hacer en El último
combate de Lenin. Lewin señala, en primer lugar, la insistencia de Lenin
en dar plena soberanía a las entidades nacionales que componían el
Estado soviético. No es de extrañar que, en una carta enviada al Politburó
el 22 de septiembre de 1922, Stalin lo acusara abiertamente de «liberalismo
nacional». En segundo lugar, resalta el énfasis de Lenin en los objetivos
modestos: no socialismo, sino cultura, alfabetización universal, eficacia, tecnocracia;
sociedades cooperativas, que permitieran a los campesinos convertirse
en «comerciantes cultos» en el contexto de la NPE. Ésta era una perspectiva
obviamente muy distinta a la del «socialismo en un solo país». La
modestia es a veces sorprendentemente abierta: Lenin se burla de todos
los intentos de «construir el socialismo»; aprovecha repetidamente el motivo
de las deficiencias del partido, insiste en la naturaleza improvisada de
la política soviética, hasta el punto de citar la frase de Napoleón «
On s’engage…
et puis on voit».

El último combate de Lenin contra el dominio de la burocracia estatal es
bien conocido; lo que se conoce menos, como Lewin señala con claridad,
es que Lenin intentaba cuadrar el círculo de la democracia y la dictadura
del partido-Estado con su propuesta de crear un nuevo cuerpo rector, la
Comisión Central de Control (CCC). Aun admitiendo plenamente la naturaleza
dictatorial del régimen soviético, intentó establecer en su cima un equilibrio
entre diferentes elementos, un «sistema de control recíproco que pudiera
cumplir la misma función –la comparación es sólo aproximada– que
la separación de poderes en un régimen democrático». Un Comité Central
ampliado establecería las líneas generales de la política y supervisaría todo
el aparato del partido. En su seno, la Comisión Central de Control actuaría:

Como control del Comité Central y sus diversas filiales: la Oficina Política, la
Secretaría, la Oficina de Organización […] Su independencia estaría asegurada
por la relación directa con el Congreso del Partido, sin la mediación del
Politburó y sus órganos administrativos ni del Comité Central

5.

Controles y equilibrios, la división de poderes, control mutuo: ésta era la
respuesta desesperada de Lenin a la pregunta de quién controla a los controladores.
Hay algo onírico, propiamente fantasmagórico, en esta idea de
la Comisión Central de Control: un organismo controlador independiente
y educativo, con un sesgo «apolítico», compuesto por los mejores maestros
y tecnócratas, para mantener bajo control al Comité Central y a sus órganos
«politizados»; en resumen, experiencia neutral manteniendo en orden
a los ejecutivos del partido. Todo esto, sin embargo, depende de la verdadera
independencia del Congreso del Partido, debilitada ya de hecho por
la prohibición de las facciones, que permitió al aparato superior del partido
controlar el Congreso y tachar a todos sus críticos de facciosos. La ingenuidad
de la confianza de Lenin en los especialistas es más asombrosa
si tenemos en cuenta que procedía de un líder por lo demás plenamente
consciente de la omnipresencia de la lucha política, que no permite una posición
neutral.

La dirección en la que soplaba ya el viento está clara en la propuesta hecha
por Stalin en 1922 de proclamar simplemente al gobierno de la República
Socialista Federativa Soviética Rusa gobierno asimismo de las repúblicas
de Ucrania, Bielorrusia, Azerbaiyán, Armenia y Georgia.

Si el Comité Central del PCR la confirma, esta decisión no se hará pública, sino
que se comunicará a los Comités Centrales de las repúblicas para que la hagan
circular entre los órganos soviéticos, los Comités Ejecutivos Centrales o los Congresos
de los Soviets de dichas repúblicas antes de la convocatoria del Congreso
de los Soviets de toda Rusia, donde se declarará deseo de estas repúblicas

6.

La interacción de la autoridad superior con su base no solo queda abolida
–de tal modo que la autoridad superior simplemente impone su voluntad–
sino que, por si fuera poco, se reelabora como su opuesto: el Comité
Central decide qué deseo presentará su base a la autoridad central
como un deseo propio.

Tacto y terror

Otro rasgo de las últimas batallas de Lenin sobre el que Lewin llama nuestra
atención es un interés inesperado por la educación y el civismo. A Lenin
le habían afectado profundamente dos incidentes: en un debate polí-

46

ARTÍCULOS

5

Moshe Lewin, Lenin’s Last Struggle
[1968], Ann Arbor, Michigan, 2005, pp. 131-132 [ed. cast.:

El último combate de Lenin,
Barcelona, 1970].

6

Ibid

., Apéndice 1, pp. 146-147.
tico, el representante de Moscú en Georgia, Sergo Ordzhonikidze, había golpeado
físicamente a un miembro del Comité Central georgiano; y el propio
Stalin había insultado a Krupskaya (al descubrir que ésta había transmitido
a Trotstky la carta en la que Lenin proponía un pacto contra Stalin).

Este último incidente llevó a Lenin a escribir su famoso llamamiento:

Stalin es demasiado rudo, y este defecto, aunque bastante tolerable entre nosotros
y en los tratos entre nosotros los comunistas, se hace intolerable en un secretario
general. Por eso sugiero que los camaradas busquen un modo de retirarle
de dicho puesto y nombrar en su lugar a otro hombre que en todos los
aspectos difiera del camarada Stalin en su superioridad, es decir, más tolerante,
más leal, más cortés y más considerado con los camaradas, menos caprichoso

7.

Las propuestas hechas por Lenin de que se crease una Comisión Central
de Control y su preocupación por mantener el civismo no indican en modo
alguno un ablandamiento liberal. En una carta escrita a Kamenev en este
mismo periodo, indica claramente: «Es un gran error pensar que la NPE
pone fin al terror; volveremos a recurrir al terror y al terror económico».

Sin embargo, este terror, que sobreviviría a la reducción planeada del aparato
estatal y a la Checa, habría sido más una amenaza que una realidad:
como Lewin recuerda, Lenin buscaba un medio «por el que todos aquellos
a los que ahora [bajo la NPE] les guste traspasar los límites asignados
a los empresarios por el Estado podría recordárseles “con tacto y amabilidad”
la existencia de esta arma suprema»

8.

A este respecto Lenin tenía razón:
la dictadura hace referencia al exceso constitutivo del poder (estatal),
y en este plano, no hay neutralidad. La cuestión crucial es ¿
exceso de quién?

Si no es
nuestro, es suyo.

Al soñar, por usar su propia expresión, con el modo de trabajo del CCC
en su último texto de 1923, «Más vale poco y bueno», Lenin sugiere que
este organismo debería recurrir a
alguna treta empleada medio en broma, alguna astucia, artimaña o algo por el
estilo. Sé que en un país respetado y serio de Europa Occidental la sola idea
que he exteriorizado sería causa de un espanto verdadero, y ningún funcionario
decente aceptaría que se discutiese siquiera. Pero espero que no estemos
aún lo bastante burocratizados y que la discusión de esta idea no pueda
mover más que a diversión en nuestro país.

En efecto, ¿por qué no juntar lo útil y lo grato? ¿Por qué no emplear una treta
en broma o medio en broma para descubrir algo ridículo, algo pernicioso,
algo medio ridículo, medio nocivo, etcétera?

9.

47

ARTÍCULOS

7

Ibid
., p. 84.

8

Ibid
., p. 133.

9

V. I. Lenin, «Más vale poco y bueno», Obras Completas,
cit., vol. 45.

¿No es este casi un doble obsceno del poder ejecutivo «serio» concentrado
en el CC y en el Politburó? Trucos, astucia de la razón: un sueño maravilloso,
pero una utopía no obstante. El fallo de Lenin, sostiene Lewin, fue
que veía el problema de la burocratización, pero no daba importancia a
su peso y a su verdadera dimensión: «su análisis social se basaba sólo en
tres clases sociales –los trabajadores, los campesinos y la burguesía– sin
contar el aparato estatal como un elemento social específico en un país
que había nacionalizado los principales sectores de la economía»

10.

Los bolcheviques comprendieron rápidamente que su poder político carecía
de base social específica: la mayor parte de la clase obrera en cuyo
nombre ejercían el dominio había desaparecido en la Guerra Civil, de modo
que de algún modo gobernaban en un vacío de representación social. Sin
embargo, al imaginarse como un poder político puro que impone su voluntad
a la sociedad, pasaron por alto que –dado que era propietaria
e facto, o actuaba como vigilante del propietario ausente, las fuerzas de producción–
la burocracia estatal «se convertiría en la verdadera base social
del poder»:

No existe el poder político «puro», desprovisto de fundamento social. Un régimen
debe encontrar una base social distinta del aparato de represión propiamente
dicho. El «vacío» en el que el régimen soviético parecía estar suspendido se había
llenado pronto, aunque los bolcheviques no lo hubieran visto, o no desearan
verlo

11.

Podría decirse que esta base habría bloqueado el proyecto de CCC planteado
por Lenin. Es cierto que, de un modo antieconomicista y determinista,
Lenin insiste en la autonomía de lo político, pero lo que olvida, en
términos de Badiou, no es que toda fuerza política representa a una fuerza
o clase social, sino que esta fuerza política de representación está directamente
inscrita en el propio plano representado, como una fuerza social
propia. El último combate de Lenin contra Stalin tiene así todas las
características de una verdadera tragedia: no fue un melodrama en el que
el bueno lucha contra el malo, sino una tragedia en la que el protagonista
comprende que lucha contra su propia progenie, y que ya es demasiado tarde
para evitar las aciagas consecuencias de las malas decisiones que tomó
en el pasado.

Una senda diferente

Por lo tanto, ¿dónde estamos hoy, después del
ésastre obscur de 1989?

Como en 1922, las voces desde abajo suenan con malicioso placer a nuestro
alrededor: «¡Os lo merecéis, por ser unos locos que querían imponer

48

ARTÍCULOS

10

M. Lewin, Lenin’s Last Struggle,
cit., p. 125.

11

Ibid.,
p. 124.
su visión totalitaria de la sociedad!». Otras intentan ocultar su maliciosa alegría;
suspiran y elevan la vista al cielo con pena, como para decir: «¡Nos apena
amargamente ver cómo se justifican nuestros temores! ¡Qué noble era
vuestro sueño de crear una sociedad justa! Nuestro corazón latía con vosotros,
pero la razón nos decía que vuestros planes sólo terminarían en desgracia
y en nuevas servidumbres!». Al mismo tiempo que rechazamos toda
concesión ante estas voces seductoras, tenemos definitivamente que empezar
desde el principio: no seguir construyendo sobre los cimientos de la época
revolucionaria del siglo XX, que duró de 1917 a 1989, o, más precisamente,
hasta 1968, sino descender hasta el principio y escoger una senda distinta.

¿Pero cómo? El problema característico del marxismo occidental ha sido
la falta de sujeto revolucionario: ¿cómo es que la clase trabajadora no completa
el tránsito de en sí a para sí
y se constituye en agente revolucionario?

Esta pregunta proporcionaba la principal razón de ser a la referencia
del marxismo occidental al psicoanálisis, que fue evocada para explicar los
mecanismos libidinales inconscientes que impiden el ascenso de la conciencia
de clase, inscritos en el propio ser o en la situación social de la clase
trabajadora. De este modo, se salvaba la verdad del análisis socioeconómico
marxista: no había razón para dar pábulo a las teorías revisionistas
sobre el ascenso de las clases medias. Por esta misma razón, el marxismo
occidental se ha sumergido también en una búsqueda constante de otros
que pudieran desempeñar la función de agente revolucionario, como suplentes
que sustituye a la clase obrera poco dispuesta: los campesinos del Tercer
Mundo, los estudiantes y los intelectuales, los excluidos. Es igualmente
posible que esta búsqueda desesperada de agente revolucionario sea la
forma de apariencia de su propio opuesto: el temor a
encontrarlo, de verlo
donde ya se agita. Esperar que otro haga el trabajo por nosotros es un modo
de racionalizar nuestra inactividad.

Sobre este telón de fondo, Alain Badiou ha sugerido que deberíamos reafirmar
la hipótesis comunista. Escribe lo siguiente:

Si tenemos que abandonar esta hipótesis, ya no vale la pena hacer nada en absoluto
en el terreno de la acción colectiva. Sin el horizonte del comunismo, sin
esta Idea, nada en el devenir histórico y político es de interés para un filósofo.

Sin embargo, Badiou continúa:

Aferrarse a la Idea, la existencia de la hipótesis, no significa que su primera
forma de presentación, centrada en la propiedad y el Estado, deba mantenerse
exactamente como está. De hecho, lo que se nos asigna como tarea filosófica,
incluso como deber, es ayudar a nacer una nueva modalidad de existencia
de la hipótesis

12.

49

ARTÍCULOS

12

Alain Badiou, The Meaning of Sarkozy, Londres/Nueva York, 2008, p. 115; ed. franc.:
De quoi Sarkozy est-il le nom?,
París, 2007.

50

ARTÍCULOS

Deberíamos cuidar de no interpretar estas líneas de un modo kantiano, concibiendo
el comunismo como una Idea reguladora, y por lo tanto resucitar
el espectro del «socialismo ético», con la igualdad como su norma o axioma
a priori. Por el contrario, debería mantenerse la referencia precisa a un conjunto
de antagonismos sociales que genera la necesidad del comunismo; la
buena y antigua idea marxiana del comunismo no como ideal, sino como
movimiento que reacciona contra contradicciones reales. Tratar el comunismo
como una Idea eterna implica que la situación que lo genera no es menos
eterna, que el antagonismo al que el comunismo reacciona siempre
estará aquí. Desde lo cual hay solo un paso a una interpretación deconstructiva
del comunismo como un sueño de presencia, de abolir toda representación
alienante; un sueño que prospera con su propia imposibilidad.

Aunque es fácil burlarse de la idea del Fin de la Historia planteada por Fukuyama,
la mayoría es hoy fukuyamista. El capitalismo demócrata liberal
se acepta como la fórmula por fin encontrada de la mejor sociedad posible;
todo lo que uno puede hacer es hacerla más justa, tolerante y demás.
Surge aquí una cuestión sencilla pero pertinente: si, no siendo la mejor, el
capitalismo democrático liberal es al menos la forma de sociedad menos
mala, ¿por qué no deberíamos sencillamente resignarnos a ella de un modo
maduro, incluso aceptarla con entusiasmo? ¿Por qué insistir en la hipótesis
comunista, contra todas las probabilidades?

La clase y los bienes comunes

No basta con permanecer fiel a la hipótesis comunista: hay que localizar
dentro de la realidad histórica los antagonismos que la convierten en una
urgencia práctica. La única cuestión verdadera
hoy es: ¿contiene el capitalismo
mundial antagonismos suficientemente fuertes como para impedir
su reproducción indefinida? Se presentan cuatro antagonismos posibles:
la inminente amenaza de catástrofe ecológica; la inadecuación de la propiedad
privada para la denominada propiedad intelectual; las repercusiones
éticas y sociales de los nuevos avances tecnológicos y científicos, en
especial la biogenética; y por último, aunque no en menor medida, las
nuevas formas de segregación social: nuevos muros y áreas urbanas hiperdegradadas.

Deberíamos señalar que hay una diferencia cualitativa entre
la última característica, el abismo que separa a los excluidos de los incluidos,
y las otras tres, que designan los dominios de lo que Hardt y Negri
denominan los «bienes comunes»: la sustancia compartida de nuestro ser
social, cuya privatización es un acto violento contra el que debería resistirse
por la fuerza, si hiciese falta.

En primer lugar, tenemos los bienes comunes de la cultura, las formas inmediatamente
socializadas del capital cognitivo: principalmente el lenguaje,
nuestro medio de comunicación y educación, pero también infraestructuras
compartidas como el transporte público, la electricidad, el correo, etc.

Si a Bill Gates se le permitiera un monopolio, habríamos alcanzado la si-

51

ARTÍCULOS
tuación absurda en la que un individuo privado sería propietario del tejido
de soporte lógico de nuestra red de comunicación básica. En segundo
lugar, hay bienes comunes de naturaleza externa, amenazados por la
contaminación y la explotación –desde el petróleo a los bosques y el propio
hábitat natural– y, tercero, los bienes comunes de naturaleza interna,
la herencia biogenética de la humanidad. Lo que todas estas luchas comparten
es una conciencia del potencial destructivo –hasta la autodestrucción
de la propia humanidad– que tiene el permitir que se desboque la
lógica capitalista de vallar estos bienes comunes. Es esta referencia a los
«bienes comunes» la que permite resucitar la idea de comunismo: nos permite
ver su progresivo cercamiento como un proceso de proletarización
de aquellos que por esa razón quedan excluidos de su propia sustancia; un
proceso que también apunta hacia la explotación. La tarea hoy es renovar
la economía política de la explotación: por ejemplo, la de los «trabajadores
del conocimiento» anónimos por parte de sus empresas.

Sin embargo, sólo el cuarto antagonismo, la referencia a los excluidos, justifica
el término comunismo. No hay nada más privado que una comunidad
estatal que percibe a los excluidos como amenaza y se preocupa por cómo
mantenerlos a una distancia adecuada. En otras palabras, en la serie de
cuatro antagonismos, el que se da entre los incluidos y los excluidos es el
crucial: sin él, todos los demás pierden su filo subversivo. La ecología se
convierte en un problema de desarrollo sostenible, la propiedad intelectual
en un problema jurídico complejo, la biogenética en un asunto ético. Uno
puede luchar sinceramente por el medio ambiente, defender una noción
más amplia de propiedad intelectual, oponerse a la conversión de los genes
en objeto de patente, sin afrontar el antagonismo entre los incluidos y los
excluidos. Es más, uno puede formular algunas de estas luchas en función
de los incluidos amenazados por los excluidos contaminantes. De este modo,
no conseguimos una verdadera universalidad, sólo preocupaciones «privadas
» en sentido kantiano. Empresas como Whole Foods y Starbucks siguen
disfrutando del favor de los progresistas, aunque ambas asumen actividades
antisindicalistas; el truco es que venden productos con un toque
progresista: café hecho con granos comprados a precios de «comercio justo
», caros vehículos híbridos, etc. En resumen, sin el antagonismo entre los
incluidos y los excluidos, podemos encontrarnos en un mundo en el que
Bill Gates es el mayor filántropo, luchando contra la pobreza y la enfermedad,
y Rupert Murdoch el mayor ecologista, movilizando a cientos de millones
a través de su imperio mediático.

Lo que deberíamos añadir aquí, superando a Kant, es que hay grupos sociales
que, debido a que carecen de un lugar determinado en el orden «privado
» de la jerarquía social, representan directamente a la universalidad: son
lo que Jacques Rancière denomina «la parte de ninguna parte» del cuerpo
social. Toda política verdaderamente emancipadora se genera mediante el
cortocircuito entre la universalidad del uso público de la razón y la universalidad
de la «parte de ninguna parte». Éste era ya el sueño comunista del joven
Marx: reunir la universalidad de la filosofía con la universalidad del pro-

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ARTÍCULOS
letariado. Desde la Grecia Antigua, tenemos un nombre para la intrusión
de los excluidos en el espacio sociopolítico: democracia.

La noción liberal de democracia que predomina también hace referencia
a los excluidos, pero de un modo radicalmente distinto: se centra en su
inclusión, como voces minoritarias. Habría que escuchar todas las posiciones,
tener en cuenta todos los intereses, garantizar los derechos humanos
de todos, respetar todas las formas de vida, las culturas y las prácticas. La
obsesión de esta democracia es la de proteger a todo tipo de minorías: culturales,
religiosas, sexuales, etc. La fórmula de la democracia aquí consiste
en negociar con paciencia y llegar a un punto de acuerdo. Lo que nos
une es que, en contraste con la imagen clásica de los proletarios que no tienen
«nada que perder salvo sus cadenas», nosotros corremos el peligro de
perderlo todo. La amenaza es que nos veamos reducidos a un sujeto cartesiano
vacío, y abstracto, desposeídos de todo nuestro contenido simbólico,
con nuestra base genética manipulada, vegetando en un medio ambiente
invivible. Esta triple amenaza nos convierte a todos en proletarios, reducidos
a la «subjetividad sin sustancia», como decía Marx en los
Grundisse. La
figura de la «parte de ninguna parte» nos enfrenta a la verdad de nuestra propia
posición; y el reto ético y político es reconocernos en esta figura.

En cierto sentido todos estamos excluidos de la naturaleza así como de
nuestra sustancia simbólica. Hoy todos somos potenciales
homo sacer, y la